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Beth Jordan
—¡Si logramos escalar esta montaña, entonces no habrá nada que juntos no podamos superar! Todavía puedo ver a mi padre esforzándose por sonreír y lucir esperanzador mientras señalaba una montaña rocosa a unos 30 metros de la autopista. Por entonces yo tenía trece años y mi padre, mi hermano mayor y yo íbamos por los desérticos y calurosos caminos de México de vuelta a los EE.UU. para atender unos asuntos. Mis padres realizaban una labor misionera a tiempo completo en México y me encantaba acompañarlos en su labor. La vida allí era hermosa y yo la disfrutaba muchísimo. Sin embargo, por esa época las cosas no marchaban tan bien. Mis padres estaban teniendo dificultades en su matrimonio y decidieron vivir separados por unos meses. Yo no entendía la razón ni sabía con exactitud qué significaba eso, excepto que parecía bastante serio. Mamá se había mudado unas semanas antes y yo me preocupaba y me preguntaba si iría a regresar. La mayor parte del trayecto yo podía ver que mi papá lidiaba con lo difícil de la situación. Se le veía triste, preocupado y cansado. El ambiente que se respiraba era de inseguridad y desánimo. Al mismo tiempo, los tres nos empezamos a sentir físicamente mal con dolores de cabeza, más que nada por el calor, pero también por la parte emotiva de todo el asunto. Recuerdo que tenía la sensación de que en cualquier momento los tres podíamos prorrumpir en llanto. Seguimos así casi por un día entero cuando de pronto, en medio de la nada, papá detuvo el auto. Todavía recuerdo su rostro; las lágrimas que había contenido parecían relucir en sus ojos mientras se bajaba del auto, pidiéndonos que fuéramos con él. A regañadientes, como suele suceder con los adolescentes, nos bajamos lentamente del vehículo. Allí, a unos 30 metros de distancia se elevaba el peñasco rocoso de una montaña. Medía unos 70 metros de altura y no había un sendero que llevara a la cumbre. El calor abrasador nos golpeaba en la cabeza mientras subíamos por las rocas con los ojos entrecerrados por el sol, para luego dar la vuelta rápidamente para asegurarnos de que no había alguna serpiente de cascabel o coyotes rondando por ahí. Nos quedamos parados en silencio preguntándonos qué se suponía que debíamos hacer, cuando papá dijo las siguientes palabras: —¡Si logramos escalar esta montaña, entonces no habrá nada que juntos no podamos superar! De alguna manera él sabía que aquello era la curación que cada uno de nosotros necesitaba. Aunque parezca mentira, mi hermano y yo, a pesar de lo mal que nos sentíamos, no discutimos con él. Me paré ahí, observando aquella rocosa subida, y lo que sentí fue el desafío de hacer la prueba. Obviamente estábamos cansados, enfermos y tristes, pero al mirar la cumbre yo sabía que nos iba a sentar bien pararnos allá arriba luego de sortear todas esas rocas. Dejamos el auto caravana a un lado de la carretera y, sin mirar atrás ni detenernos para llevar algo con nosotros, iniciamos la subida. Luego de escalar unos diez minutos, comenzamos una charlita mientras avanzábamos entre las rocas y grietas… con un «gracias, papá» por aquí y un «¡ey, pasaste eso rápido!» por allá, etc. Eso alivió la incomodidad que sentíamos y nos ayudó a concentrarnos en la tarea que teníamos a mano. Al acercarnos a la cima no habíamos dicho mucho, al menos nada significativo, pero el silencioso lazo que forjamos en esa subida fue el principio de nuestra curación individual. Nos tomó unas dos o tres buenas horas llegar a la cumbre bajo un sol abrazador y para entonces, el viento soplaba y el sol comenzaba a ponerse con un hermoso color naranja y destello dorado. Quedamos sin aliento, tanto por la subida como por la belleza panorámica que tuvimos el privilegio de contemplar. Reímos, hablamos y nos permitimos sentir el gran amor de nuestro Creador. Hicimos a un lado nuestros problemas y la sonrisa volvió a nuestros rostros. Pese a que estábamos exhaustos, recuerdo sentirme sumamente viva, libre, casi… investida de poder. Bajamos de aquella montaña transformados y renovados. Yo sabía que todo iba a estar bien. ¡Y así fue! Mamá volvió a casa un par de meses después y todo volvió a la normalidad. Dios nos había tocado por medio de la belleza de Su creación y la sencilla ilustración de escalar una montaña; nos mostró que no había nada que no pudiéramos superar juntos como familia. Y se aseguró de que sintiéramos Su amor y Su presencia. Tomado del sitio web http://just1thing.com/podcast/2012/9/30/a-climb-that-healed.html Foto gentileza de graur razvan ionut at FreeDigitalPhotos.net Samuel Keating Para el primer cumpleaños de nuestra hija Audrey, mi mujer y yo teníamos pensada una pequeña celebración en casa con unos pocos amigos y familiares. Terminó siendo una fiesta impresionante con magdalenas a granel en el restaurante que administran sus abuelos. Probablemente los invitados disfrutaron más que mi hija; eso no lo niego. Audrey se pasó gran parte del tiempo observando cautelosamente lo que sucedía desde la seguridad de los brazos de alguien y se negó de plano a posar para una foto junto a su solitaria velita, por mucho que intenté convencerla de que lo hiciera (o tal vez justamente por eso). La gente habla de lo rápido que pasa el tiempo. Lo mismo siento yo, quizá porque me estoy haciendo mayor. Cuando niño me parecía que los días, semanas y meses —sin hablar ya de los años— transcurrían muy lentamente; ahora tengo la impresión de que conocí a Audrey hace apenas unas semanas. Recuerdo patentemente el día en que nació, y las primeras impresiones y emociones que me embargaron mientras observaba a la enfermera darle su primer baño y cuando la nena después se durmió por primera vez en mis brazos. Ya antes de su nacimiento había oído hablar de la alegría de criar hijos, pero no estaba muy convencido. Veía que los padres que hablaban de eso se consideraban realmente felices, pero no entendía por qué. ¿No era acaso su vida más ajetreada, tensa y agotadora que antes? ¿No les quedaba menos tiempo libre? ¿No les daba vergüenza que su hijo volteara el plato de comida? ¿No se hartaban de su lloriqueo cuando estaban cansados? ¿No les molestaba que se pusieran pegajosos y cometieran reiteradas desobediencias? Yo estaba seguro de que sí. Aunque disfrutaba de la compañía de los niños de otras personas, valoraba mucho mi tiempo y mi comodidad como para tener hijos propios. Ahora, sin embargo, no puedo imaginar mi vida sin Audrey. Cada sonrisa, cada carcajada, cada invento que hace, cada juguete que llega a dominar, cada sonido característico de algún animal que se aprende, me llena de profunda alegría y gratitud por su presencia en mi vida. Su último descubrimiento es que un medio muy eficaz de llamar mi atención cuando quiere que juegue con ella o le lea un libro es soltar un chillido. Pero ni eso merma el amor que siento por ella ni la felicidad que me trae. Artículo y foto gentileza de la revista Conéctate. Usado con permiso.
Basado en los escritos de David Brandt Berg La clave para criar niños felices, bien adaptados y de buen comportamiento es en realidad bastante simple: el amor. Lo que no siempre es tan simple ni fácil es saber cómo aplicar ese amor. A continuación reproducimos diez consejos que sin duda te serán de utilidad. 1. Lleva a tus hijos a aceptar a Jesús. Hay veces en que el amor natural que Dios te ha dado por tus hijos no basta para satisfacer sus necesidades. Les hace falta su propia conexión con la fuente del amor —Dios mismo—, y esa conexión la consiguen aceptando a Jesús. Establecer un vínculo con Jesús es tan sencillo que hasta los niños de dos años son capaces de hacerlo. Basta con que les expliques que si le piden que entre en su corazón, Él se convertirá en su mejor Amigo, los perdonará cuando se porten mal y los ayudará a portarse bien. Luego enséñales a hacer una oración como esta: «Jesús, perdóname por portarme mal a veces. Entra en mi corazón y sé mi mejor Amigo para siempre. Amén». 2. Transmíteles la Palabra de Dios. ¿Qué podría ser más beneficioso para tus hijos que enseñarles a hallar fe, inspiración, orientación y respuestas a sus interrogantes y problemas en la Palabra? «La fe viene por el oír la Palabra de Dios» (Romanos 10:17). La lectura diaria de la Palabra es clave para progresar espiritualmente. Eso es válido a cualquier edad. Si tus hijos son bastante pequeños, puedes empezar por leerles una Biblia para niños o libros de Historia Sagrada, o viendo con ellos videos basados en la Biblia y explicándoles lo que sea necesario. Sé constante y hazlo divertido. En poco tiempo tus hijos estarán «sobreedificados en [Jesús] y confirmados en la fe» (Colosenses 2:7). Así habrá menos probabilidades de que se descarríen a causa de influencias malsanas o de que busquen respuestas en otros sitios, pues su vida estará fundamentada en el cimiento sólido de la Palabra de Dios. 3. Enséñales a actuar motivados por el amor. Dios quiere que todos obremos bien, no por temor al castigo, sino porque lo amamos y amamos al prójimo. Si tus hijos han aceptado a Jesús y les has enseñado a amarlo y respetarlo, y a amar y respetar a los demás, y vas reforzando esos principios, con el tiempo aprenderán a tener esa motivación. Desde muy temprana edad puedes enseñarles a practicar el amor siendo desinteresados y considerados con los sentimientos y necesidades ajenos. Jesús lo resumió en Mateo 7:12, en lo que se conoce como la Regla de Oro. La siguiente paráfrasis es un estupendo punto de partida para enseñar a los pequeñitos a tener el amor por motivación: «Trata a los demás como te gustaría que te trataran». 4. Promueve una comunicación franca y sincera. Si tus hijos saben que vas a reaccionar con calma y con amor pase lo que pase, es mucho más fácil que te confíen sus intimidades. Si cultivas una relación de confianza y entendimiento mutuo cuando todavía son pequeños, es mucho más probable que mantengan abierta esa línea de comunicación cuando lleguen a la preadolescencia y la adolescencia, período en que sus emociones y problemas se vuelven mucho más complejos. 5. Ponte en su lugar. Procura relacionarte con tus hijos a su nivel y no esperar demasiado de ellos. Recuerda también que la gente menuda suele ser más sensible que las personas mayores, así que es importante tener mucha consideración con sus sentimientos. Todos sabemos lo descorazonador que es que nos pongan en situaciones embarazosas, que nos ofendan o nos denigren. Si tomamos conciencia de que esas experiencias desagradables pueden ser aún más traumáticas para los niños, haremos todo lo posible por evitarles ese tipo de incidentes. 6. Da buen ejemplo. Sé el mejor modelo de conducta que puedas, pero sin pretender haber alcanzado la perfección. Manifiéstales amor, aceptación, paciencia y perdón, y esfuérzate por practicar las demás virtudes y por vivir conforme a los valores que quieres enseñarles. 7. Establece reglas razonables de conducta. Los niños son más felices cuando saben cuáles son los límites, y esos límites se hacen respetar sistemáticamente, con amor. Un niño malcriado, caprichoso e irresponsable se convierte en un adulto igualmente malcriado, caprichoso e irresponsable. Es, pues, importante que aprenda a responsabilizarse de sus actos. La meta de la disciplina es la autodisciplina, sin la cual un niño se ve en franca desventaja en el colegio, y posteriormente en el trabajo y en la sociedad. Uno de los mejores métodos para establecer reglas es conseguir que los niños mismos ayuden a fijarlas, o al menos que las acepten de buen grado. Requiere más tiempo y paciencia enseñarles a tomar buenas decisiones que castigarlos por decidir mal, pero a la larga es más eficaz. 8. Prodígales elogios y aliento. A los niños les pasa lo que a todos: los elogios y el aprecio los motivan a hacer enormes progresos. Cultiva su autoestima elogiándolos sincera y constantemente por sus buenas cualidades y sus logros. Recuerda también que es más importante y da mucho mejor resultado elogiarlos por su buen comportamiento que regañarlos cuando se portan mal. Si te propones hacer siempre hincapié en lo positivo, tus hijos se sentirán más amados y seguros. 9. Ámalos incondicionalmente. Dios nunca se da por vencido con nosotros ni deja de amarnos por mucho que nos descarriemos. Así también quiere Él que seamos con nuestros hijos. 10. Reza por ellos. Por mucho que te esfuerces y por muy bien que hagas todo lo demás, te verás en situaciones que escapan a tu control o que requieren más de lo que tú puedes aportar. Sin embargo, nada escapa al control de Dios ni supera Su capacidad. Echa mano de Sus ilimitados recursos por medio de la oración. Él conoce todas las soluciones y puede satisfacer toda necesidad. «Pedid, y se os dará» (Mateo 7:7). «Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto» (Santiago 1:17). ¡Que lo disfrutes! Gentileza de la revista Conéctate. Usado con permiso. - De Jesús, con cariño Todos los padres, de una u otra forma, en algún momento, se sienten incapaces. Parte del amor que tienen por sus hijos se traduce en el deseo de darles lo mejor de lo mejor, aunque ello les exija una entrega que rebase su capacidad natural. Pero no hagas como muchos padres que cometen el error de pensar que deben asumir toda la carga por sí solos. De lo contrario, en poco tiempo te agotarás. Debes aprender a compartir la carga conmigo. De encontrarte en una situación en que no puedas dar a tus hijos todo lo que quieres día a día, facilítales lo que puedas y encomiéndame a Mí lo demás. Lo más importante que puedes entregar a tus hijos es amor, el tuyo y el Mío. Si lo haces, tendrás niños felices y bien adaptados, y habrás cumplido bien tu labor. Mas para poder manifestar ese amor debes pasar tiempo conmigo, leyendo Mi Palabra, orando y reflexionando. Yo cuento con todas las fuerzas, la paz, la fe, el amor y las soluciones que necesitas. Amo a tus hijos y sé exactamente lo que precisan cada día. Anhelo satisfacer todas tus necesidades para que juntos podamos satisfacer las de ellos; pero para eso debes pasar tiempo conmigo. Cuando te parece imposible dedicarme tiempo es precisamente cuando más falta te hace. Ven a Mis brazos; hallarás reposo. Echa tus cargas sobre Mí. Tengo los hombros bien anchos y los brazos bien fuertes; puedo soportar cualquier cosa que me eches encima. Hazte tiempo para tener comunión conmigo todos los días, y Yo responderé a tus plegarias por tus hijos. Haré que seas para ellos todo lo que quieres ser. Obraré lo que para ti sea imposible. Y por último, aunque no por ello menos importante, tus hijos verán en tu rostro nueva luz, pues me verán a Mí reflejado en él. Gentileza de la revista Conéctate. Mi hijo mayor se ha rebelado contra casi todas las reglas de la casa. Ya lleva meses así, y cada vez se me hace más difícil entablar comunicación con él y llegar a la raíz de su mal comportamiento. ¡Estoy que no aguanto más! ¿Qué puedo hacer para corregir su conducta? Cuando un niño se porta mal en forma reiterada y grave, normalmente hay una causa subyacente. Quizá se sienta inseguro, y se porta mal para llamar la atención, para que le demuestren cariño y le dediquen tiempo. Quizás está molesto por algo que sucedió en el colegio. A lo mejor está poniendo a prueba los límites que le has fijado y quiere ver si vas a cumplir tu palabra. Quizá piensa que ya tiene edad para tomar decisiones independientemente, y no entiende la finalidad de algunas de tus reglas. Tal vez sea hora de cambiar unas cuantas a fin de darle más espacio para crecer. En cualquier caso, es importante averiguar por qué se porta mal y determinar qué puede hacerse para ayudarlo a entrar otra vez en vereda. La mayoría de los problemas no desaparecen por sí solos, y el niño generalmente no está capacitado para hacerles frente por su cuenta. Muchas veces ni sabe lo que le pasa. Precisa el amor y la orientación de su padre o su madre. La mejor forma de averiguar qué necesita un niño con trastornos conductuales y cómo ayudarlo —en realidad, la única forma— es pedir al Señor que te lo indique. Además de contar con el amor del Señor, el medio más importante para realizar eficazmente nuestra labor de padres es aprender a pedirle a Él las soluciones a nuestros problemas. Jesús siempre tiene la respuesta que necesitamos. A la hora de cumplir con nuestras obligaciones parentales, contar con el consejo divino nos alivia gran parte de la carga. Sabemos que siempre podemos acudir a Él en oración, que nos hablará al corazón y nos dará la orientación y las soluciones que necesitamos. Si tu hijo está pasando por una etapa difícil que pone a prueba tu paciencia, pídele ayuda a Jesús. Comparte con Él tu carga; Él tiene muchísima paciencia. En vista de que es muy paciente con nuestras faltas y errores, podemos estar seguros de que nos ayudará a tener paciencia con los defectos e imperfecciones de nuestros hijos. Cuando sientas que ya no das más, pide a Jesús que te dé Su amor y paciencia. Su Espíritu te dará serenidad, te indicará la solución, te ayudará a capear las dificultades que puedan surgir, y te asistirá para que puedas brindar a tus hijos ese mismo amor y apoyo que Él te brinda. Tomada del libro "La formación de los niños," de Derek y Michelle Brooks, editado por Aurora Production. Foto gentileza de David Castillo Dominici/Freedigitalphotos.net Misty Kay Aquella tarde de verano llegué a mi casa como a las ocho. En vez de que me recibiera mi esposo Daniel, una vecina me recibió cuando salí del automóvil. —¿Vio a Daniel en el hospital? —preguntó. —No. ¿Tenía que hacerlo? —¿No se enteró? Toda madre teme oír esas palabras. De inmediato pensé en mi hija Chalsey de ocho años. Ella es propensa a sufrir accidentes. —¡A Chalsey le picó una víbora cabeza de cobre! Daniel se la llevó al hospital hace como una hora. Me dio un vuelco el corazón. En nuestro terreno habíamos matado víboras de esa especie antes de que supiéramos lo peligrosas que eran. Una picadura de ese ofidio podía matar a un niño. Más tarde me enteré de que Chalsey buscaba insectos para alimentar a una iguana que tenía de mascota y levantó para ello una pasarela de madera que se encuentra a un lado de la casa. Cuando gritó de dolor, Daniel llegó rápidamente, vio lo que había pasado, mató a la serpiente y se llevó a la niña y a la serpiente al hospital, donde los médicos saben tratar una picadura. Volví al auto y me dirigí al hospital, que quedaba a unos quince minutos de casa. Yo creo que fueron los quince minutos más largos de mi vida. Por la cabeza se me cruzaron un millón de preguntas. ¿Chalsey tendría mucho dolor? ¿Estaría inconsciente? ¿Estaría siquiera con vida? ¿Cómo pudo haber pasado algo así? Imploré a Dios como solo sabe hacerlo una madre. En ese momento, la cosa se decidía entre Dios y yo. Las manos me temblaban en el volante mientras le suplicaba que tuviera misericordia y curara a mi niña. Corriendo por la autopista, el corazón se me conectó con el de Dios. Recordé el relato bíblico de la sunamita, madre de un solo hijo, y que el niño había muerto de manera repentina (2 de Reyes 4:8-37). La madre lo acostó en la cama del profeta Elías y fue a buscar a éste. Cuando lo encontró, Elías le preguntó: «¿Estás bien? ¿Está bien… tu hijo?» Y ella respondió: «Bien». ¿Por qué respondió: «Bien»? Era bastante evidente que el niño no estaba bien. Pero la madre tenía mucha fe. Dios le había dado ese niño en respuesta a las oraciones del profeta, ya que ella había sido estéril. Creyó que Dios podía devolverle la vida a su hijo, y gracias a la fe de ella, el niño resucitó, completamente sano. El mensaje me resultó claro. Dios quería que confiara en Él, que creyera que ya había escuchado mis oraciones y empezara a darle gracias. Fue un momento muy emotivo para mí. Pasé de las súplicas con lágrimas, a lágrimas de entrega a Dios, que lavan el alma, para terminar con lágrimas apasionadas de alabanza y acción de gracias a mi amoroso Dios. Él haría lo que fuera más conveniente. «La niña está bien», dije en voz alta, como profesión de fe. Al llegar al hospital, sentí un gran alivio al encontrar a Chalsey despierta y hablando. Tenía una mano hinchada —con los dedos de color morado y verde— y le dolía mucho. Pero hasta ese momento la hinchazón no le había llegado más allá de la mano. La serpiente que la había mordido era joven. El médico explicó que las serpientes jóvenes pueden ser las más peligrosas porque todavía no saben regular la emisión de veneno. Pueden inyectar una dosis más alta que una adulta, o bien aplicar una dosis pequeña. ¿Cuánto recibió Chalsey? Con el tiempo se sabría. El médico explicó que si la hinchazón pasaba de la muñeca, sería necesario tomar medidas más drásticas. Durante horas observamos cómo aumentaba de tamaño la mano y le cambiaban de color los dedos. La niña se sentía mal y lloraba de dolor. Llamamos a amigos y familiares para que oraran por ella con nosotros. Rogamos por que el veneno no se extendiera más allá de la mano. Cantamos a Chalsey y le recitamos versículos de la Biblia. Con alivio y alegría, observamos que la hinchazón se le detenía en la muñeca. ¡Dios había escuchado nuestras oraciones! A la mañana siguiente, Chalsey sonreía de nuevo; y con el paso del tiempo desaparecieron la hinchazón y las manchas. Es una niña que se adapta bien a los cambios. Se recupera de cualquier cosa. (Y además le encanta lucir sus cicatrices.) Desde aquella noche en que a mi hija le picó la serpiente y fui a verla al hospital tengo paz interior. Encaré mis temores, y mi fe salió aumentada de la prueba. Copyright © La Familia Internacional. Usado con permiso.
Jessica Roberts
En plena clase de matemáticas, uno de mi alumnos de segundo grado hizo una afirmación que me dejó perpleja: -¡Dios no existe! Dado que se trata de un colegio cristiano y que Martín es hijo de un pastor, no entendía cómo había llegado repentinamente a esa conclusión en mi clase. Cuando se lo pregunté, exclamó: -Mi papá dice que está Dios, está Jesús y está el Espíritu Santo; pero a la vez dice que hay un solo Dios. No tiene sentido. ¿Qué hacer? Estaba segura de que antes de Martín otros grandes pensadores habían examinado la cuestión de la Santísima Trinidad y se habían topado con el mismo dilema. En ese momento, sin embargo, yo prefería seguir adelante con las multiplicaciones. -Martín, estamos en clase de matemáticas. Podemos hablar de ese tema después. -Es que es un problema matemático -replicó el chiquillo-. No es lo mismo tres que uno. ¿Qué padre o docente no ha sufrido una emboscada de ese tipo? De la boca de los niños surgen difíciles interrogantes. He aprendido que lo mejor que puedo hacer en esos casos es pedirle a Dios que me dé buen tino, pues lo que yo podría interpretar como altanería o ganas del niño de llevar la contraria bien pudiera ser curiosidad inspirada por Dios y además una extraordinaria oportunidad de transmitirle una valiosa enseñanza. La verdad es que no me sentía muy preparada para presentar el concepto teológico de la Trinidad a Martín y sus compañeros de curso. Sonó el timbre del recreo. ¡Estaba salvada! Los diez minutos siguientes, mientras los niños jugaban, los dediqué a orar. Y me vino una respuesta. Era un poco simplista, y probablemente no hubiera sido la explicación que habrían dado San Agustín u otros pensadores cristianos. Pero resultó satisfactoria para Martín y los demás cuando reanudamos la clase de matemáticas. -La Biblia llama a Jesús la Rosa de Sarón -les dije-. Dios es como quien dice la raíz del rosal. Aunque está oculto, de Él procede la rosa. Jesús es la flor, la parte más vistosa del amor de Dios, la parte que vemos y percibimos. El Espíritu Santo es la savia que fluye por el rosal y lo mantiene vivo. Aunque tiene tres aspectos, el rosal es uno solo. ¿Entienden? Me imagino que Martín planteará preguntas más difíciles en el futuro, y huelga decir que yo misma tengo muchos interrogantes. Menos mal que Dios siempre nos responde cuando le planteamos algo con sinceridad. Puede que nos dé una explicación sencilla y directa, como la que me indicó para Martín, o una que sea más compleja. Otras veces simplemente nos da paz para aceptar lo que aún no entendemos.
Gentileza de la revista Conéctate. Usado con permiso.
Jessica Roberts Me dedico a los niños desde hace años. Jamás deja de asombrarme su interés por la vida, la alegría que les da descubrir algo nuevo, y su perseverancia. En efecto, la perseverancia. La idea puede parecer novedosa si se toma en cuenta que es evidente que los niños pequeños tienen poca capacidad de concentración. Toda madre que haya intentado que su pequeñín se quede sentado el tiempo suficiente para terminar una comida puede hablar de ello. Hay momentos en la vida de todo niño, sin embargo, en que el impulso innato lo lleva a aprender algo, como por ejemplo a recoger un objeto pequeño con sus deditos regordetes, a gatear o a caminar. Esas nuevas habilidades exigen una enorme concentración y esfuerzo de su parte. Toman mucho tiempo en proporción con lo poco que lleva de vida. Además, impone exigencias a los músculos del pequeñito, que recién empieza a desarrollar la coordinación; sus músculos son apenas lo bastante fuertes para soportar el peso de su cuerpo. Hace poco me mudé a otro país y la adaptación me resultó difícil. Amigos y compañeros de mi anterior situación eran como parte de mi familia. Me dolió dejarlos y extrañaba a «mis» niños. Probé sin mucho éxito a ver qué tal se me daban otros aspectos de nuestra labor voluntaria. En determinado momento, por ejemplo, canalicé mis energías en una iniciativa de auspiciar la adquisición de juguetes y libros para niños necesitados, pero al ver que la cosa no despegaba, me desanimé y tuve deseos de desistir. Un día cuidaba de Rafael, el bebé de una compañera. Rafael había intentado gatear desde que yo lo conocía. Empezó impulsándose con brazos temblorosos, y con el tiempo logró levantarse y andar a gatas, pero no se movía del sitio. Esto duró varias semanas. Se impulsaba y se balanceaba de atrás adelante apoyándose en las manos y las rodillas pero no avanzaba. Si había un juguete que no alcanzaba, por mucho que se balanceara o se moviera sobre la barriga no se acercaba. A veces se las arreglaba para retroceder, pero eso solo lo alejaba de su objetivo. Hoy, después de esforzarse al máximo, me miró con cara de frustración como diciéndome: «¡Tómame en brazos!» Lo comprendía. Esa mirada reflejaba también mi sentir. Pero yo sabía que tanto esfuerzo le fortalecía los músculos y le enseñaba sobre su cuerpo. Lo tomé en brazos y lo animé un poco, y luego lo puse en el suelo para que volviera a intentar. Tendría que aprender a gatear; yo no podía hacerlo por él. A la larga se fortalecerá y le descubrirá el truco. De repente me di cuenta de lo mucho que me parecía a Rafael. Me había esforzado mucho, intenté aprender a desempeñarme en otras cosas y a hablar otro idioma y adaptarme a una cultura extraña. Mi reacción natural había sido mirar a Jesús y decirle: «¡Tómame en brazos! ¡Sácame de esta situación!» Pero Él sabe que este tiempo de aprendizaje, por difícil que se me haga, me beneficiará. Aunque Su amor siempre me anima, tengo que poner empeño y perseverar. Aquello me ayudó a ver mi situación desde otra perspectiva. Si Rafael puede seguir intentando, ¡yo también puedo! Y cuando me canse de intentar o me sienta contrariada por haberme esforzado aparentemente en vano, acudiré a Jesús en busca de cariño, ánimo y fortaleza para proseguir el aprendizaje que se me presente en la vida. Ahora Rafael gatea feliz. Empieza a ponerse de pie. Por mi parte, también doy pequeños pasos para aprender cosas nuevas y ampliar mis horizontes. Estoy segura de que en poco tiempo los dos estaremos en marcha, si seguimos intentándolo. Gentileza de la revista Conéctate. Usado con permiso. Joyce Suttin
Tenía ocho años y estaba aprendiendo a ser diligente en los pocos quehaceres que me habían asignado. Me crié en una granja que se dedicaba a la cría de ganado ovino cerca de Pleasant Hill, al norte del estado de Nueva York. Siempre había mucho trabajo, y los cuatro hijos nos repartíamos las tareas. Yo era la más pequeña y estaba acostumbrada a conseguir lo que quería -las tareas más fáciles-, pero mi hermano mayor y mi hermana estaban más ocupados fuera de la granja por aquellos días, y me quedé a cargo de más. Me sentí muy mayor cuando padre me pidió que hiciera algo nuevo. Quería demostrarle lo responsable que era. Aquella primavera había sido particularmente fría, y la época del parto de las ovejas había empezado en medio de una feroz tormenta de nieve. Papá juntó a los corderos recién nacidos y llevó los más delicados a la cocina, y allí dormían en cajas de cartón alrededor del fogón. Acurrucados entre el heno, sobrevivieron las primeras noches. Papá madrugaba y les daba biberones con leche de sus madres. Los primeros días le ayudé con entusiasmo. Me agradaba mucho sentir la primera lana suave y abrigadora color gris marengo. Me encantaba oír los balidos y la gana con que chupaban el biberón que les ponía en la boca. Me encantaba, pues me sentía mayor y útil. Papá quedó complacido. Aprendía a confiar en que lo ayudaría, en que les daría la leche a los corderos sin que tuviera que recordármelo. Vio mi disposición a aprender, y lo tomó como una señal de que estaba creciendo y saliendo de la primera infancia. Me convertía en una niña grande y dejaba de ser la chiquita de la familia. A medida que los corderos se fortalecían y que el tiempo se volvía algo más apacible, papá los fue llevando de vuelta uno por uno al granero para que se quedara con su respectiva madre. Todos estaban bien, menos uno. La mamá de aquella corderita había muerto en la tormenta; papá necesitaba conseguirle una madre adoptiva. Pero primero la ovejita debía fortalecerse. Sus patitas débiles y temblorosas apenas soportaban su peso. Cuando mi padre la levantaba para que se pusiera de pie, la ovejita volvía a desplomarse sobre el heno. Necesitaba pasar más tiempo en la casa y alimentarse más con biberón para soportar la temperatura más fría del granero o para que la aceptara otra madre. Papá se fue a trabajar a las seis de la mañana. Me había pedido que diera leche a la ovejita antes de irme a clase. La noche anterior me había quedado leyendo hasta tarde y apenas si tuve tiempo más que para vestirme y salir corriendo para tomar el autobús del colegio. Y como a las diez, estando en clase de matemáticas, me acordé de la corderita. Después de salir del colegio, corrí desde la parada de autobús a la casa. Encontré a papá barriendo alrededor del fogón. Levantó la vista y preguntó: -Joyce, ¿te acordaste de dar de comer a la corderita esta mañana? Vacilé antes de responder. Agaché la cabeza y contesté: -No, papá. Perdóname. Se me olvidó. -Mi cielo -me dijo con voz queda- también yo lo lamento. La corderita se murió. Se me llenaron los ojos de lágrimas, y exclamé: -Papá, ¡no lo volveré a hacer! Poniéndome sus manos en los hombros, añadió: -La corderita ha muerto y por mucho que lo lamentes no volverá a vivir. Habrá otros corderos, otras oportunidades. Pero, ¿sabes? Lamentarlo no arregla la situación. Cuando descuidamos un deber, cuando nos olvidamos de hacer algo importante, a veces solo tenemos una oportunidad. Aunque nos arrepintamos, no por ello va a resucitar la ovejita. Fue una dura lección para una niña de ocho años, y nunca olvidé aquella sensación. Me enseñó a cuidarme de lo que no puede arreglarse solo con lamentarlo, en particular cuando sea algo que tendrá impacto en el bienestar y la felicidad ajenos. Nunca podré hacer que vuelva a mi boca una palabra dura, poco amorosa. Nunca podrá vivirse de manera distinta un momento egoísta y desconsiderado. Una palabra amable que podría haberse dicho, podría decirse después, pero no en ese momento ideal en que podía haber hecho el mayor bien. Este día lo viviremos una sola vez. Únicamente tenemos una oportunidad de que salga bien. Jamás seremos perfectos, pero si continuamente nos recordamos a nosotros mismos nuestros deberes para con los demás y en toda oportunidad tratamos de conducirnos con amor serán pocas las ocasiones en que lamentemos sin poderlo arreglar. © La Familia Internacional. Usado con permiso. |
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